Reflexiones sobre el futuro de la interpretación
Reflexiones sobre el futuro de la interpretación
La tarea que me convoca hoy es ofrecerles una breve disertación sobre el futuro de la interpretación.
Pero no puedo —o no es conveniente— referirme al futuro sin antes remontarme al pasado y detenerme en las vicisitudes del presente.
Así que, como buen fanático de Marty McFly y el Doc Emmett Brown me voy a dejar inspirar por la historia que nuestra querida Martita aún no relató, pero que yo ya he escuchado. Permítanme entonces empezar por donde empiezan todos los cuentos.
Érase una vez, en un reino muy, muy cercano pero cada vez más lejano en el tiempo, en el que no había hadas ni duendes ni reuniones virtuales, una profesión que hacía que los intérpretes vivieran muy felices.
Amanecían muy temprano, algunos más pulcros se duchaban y luego se ataviaban, más o menos formales, según la ocasión de trabajo, pero siempre acordes al entorno en el que debían ejercer la profesión.
Tras beber su habitual café matutino, emprendían el rumbo hacia el despacho que habría de acogerlos: ya fuera en un hotel cinco estrellas o en un miserable sucucho, la oficina nunca era la misma. Y allí residía la belleza de la profesión: cada nuevo encargo suponía una mudanza, una mutación, un renacer. En épocas de mayor abundancia, acaso salíamos de un trabajo para entrar en otro: surcábamos a toda prisa los siempre caudalosos ríos de gente que atravesaban la Ciudad para llegar, puntuales cual reloj suizo, a la siguiente conferencia. Quizá dejábamos atrás las bridas y los bulones para insertarnos de lleno en la presentación de un libro sobre los sobrevivientes del Holocausto, o por qué no en una mesa redonda sobre los valores democráticos, o bien en una soporífera charla sobre control de plagas. Las posibilidades eran infinitas.
Todo marchaba muy bien hasta que, tal como ocurre en todo cuento que se precie, empezó a marchar mal. Pero el enemigo esta vez no era un violento ogro ni un malvado hechicero ni una temible bruja. El enemigo era mucho más pequeño, mucho más imperceptible y mucho más dañino.
Con la llegada de la pandemia, concluye mi narración para dar lugar a un segmento interrogativo. Porque los intérpretes, así como el resto de la población del planeta, durante un buen tiempo no tuvimos otra cosa que preguntas:
¿Y ahora qué?
¿Cómo haremos para trabajar si se continúan cancelándose las reuniones? ¿Cómo podrán viajar los oradores si en Europa la situación es patibularia? ¿Y hasta cuándo permanecerán cerradas las fronteras?
¿Será el fin de la profesión hasta que desaparezca el virus?
Por fortuna, la humanidad no se caracteriza por su proclividad al cambio: enfrentada a la imposibilidad de organizar reuniones en persona y acompañada por la evolución tecnológica necesaria para emular la realidad conocida, migró todos los vínculos laborales (y muchos de los personales) al ciberespacio, desde donde garantizó, como se dice en la jerga gubernamental, la “continuidad de las operaciones”.
Diez o veinte años atrás, una pandemia así habría puesto en jaque nuestra profesión. No solo no existían entonces los adelantos tecnológicos que permitieran transmitir video en vivo a la velocidad y con la calidad necesarias para simular un entorno presencial, sino que los mismos intérpretes creían que no era apropiado trabajar en esa modalidad. En el año 2000, la AIIC (Asociación Internacional de Intérpretes de Conferencias) nos decía en un informe que, por la pérdida de información no verbal, la fatiga visual engendrada por las pantallas y la ausencia de luz solar, la jornada laboral de los intérpretes que trabajaran a distancia no debería superar las dos horas. Acto seguido, resaltaba que era —y cito— “inaceptable” desviar a las tecnologías de su uso corriente para poner a los intérpretes a trabajar frente a un monitor.
Las demandas corporativas e institucionales pronto encontraron respuesta en la oferta de los grandes ganadores de la pandemia: las múltiples plataformas de reunión en línea, algunas destinadas específicamente a la interpretación simultánea, otras —como Zoom o Webex— no concebidas desde un principio para albergar intérpretes, pero lo suficientemente atentas a las exigencias del mercado como para incorporar la funcionalidad ante el pedido del público.
Y los intérpretes también nos vimos forzados a abrazar el cambio: adiós al contacto con el público; adiós a la presencia del técnico de sonido y, sobre todo, adiós al “concabino” y a los anotadores colmados de pequeñas ayudas, cifras y siglas; adiós a los suntuosos coffee breaks, con sus siempre bienvenidas masitas y medialunas.
En cambio, debimos equiparnos: dos computadoras como mínimo, por si hay que tomar relay; micrófono profesional, para garantizar la mejor calidad auditiva; auriculares con cancelación de shock acústico, para evitar la sordera causada por el sonido tóxico; no menos de dos conexiones a Internet, porque la redundancia es la norma; un espacio insonorizado desde donde interpretar sin que lleguen a oídos del público llantos, motores ni ladridos; y, de ser posible, un generador eléctrico, por si nos quedamos sin luz y el módem tiene la prodigiosa idea de apagarse.
Las dificultades estuvieron a la orden del día: asistentes que abrían el micrófono y nos dificultaban entender qué diablos decía el orador; oradores que creían (y creen) que con el micrófono made in Vietnam incorporado a la computadora basta y sobra para hacerse entender; personas conectadas desde un auto o un colectivo y disertando entre bocinazos y alaridos; conexiones que van y vienen, se congelan y se entrecortan, y dejan a más de un orador pétreo cual estatua en posiciones no muy fotogénicas… en fin, todas experiencias nuevas, propias del ámbito virtual, que hubo que aprender a sortear.
La pandemia, que ha causado estragos dondequiera que uno mire, también nos enseñó que podemos estar cerca estando lejos, aun si la cercanía es virtual, en el sentido original de esa palabra. Y esa cercanía, aunque no nos permita estrechar la mano, darnos un abrazo o cuchichear en el pasillo para definir una estrategia política, sí trae su propio arsenal de ventajas. ¿O acaso no es más cómodo para todas las partes involucradas que la reunión de tres horas que se celebraría en Río Gallegos, bien al sur de la Argentina, se convierta en una sesión de Zoom? ¿Para qué pagar un vuelo de ida, un vuelo de vuelta, hotel, almuerzo y cena si basta con presionar un botoncito para que podamos decir exactamente lo mismo, o casi, que teníamos pensado decir en persona? ¿Qué sentido tiene alojar a los intérpretes cuatro noches en el hotel donde se celebra una conferencia a 500 km de la ciudad si esos mismos intérpretes pueden hacer su trabajo desde su casa, por la misma tarifa y sin ningún costo adicional?
En un discurso que utilizamos hace unos días para tomar examen, el orador opinaba que es ilusorio pensar en volver a la “normalidad”. La normalidad es una construcción social, atravesada por aquello que afecta a la sociedad en cuestión; una normalidad que ignore los efectos de la pandemia no es una normalidad; es un espejismo. Debemos aceptar, entonces, que la pandemia ha marcado un antes y un después semejante al que marcaron los juicios de Núremberg para la profesión del intérprete: así como en 1945 comenzó el declive de la interpretación consecutiva en las grandes conferencias multilaterales, en 2020 comenzó el declive de la interpretación presencial. Ello no quiere decir que no habrá más cabinas presenciales, como tampoco quiso decir hace casi 80 años que dejaría de existir la consecutiva: por el contrario, en numerosas ocasiones aún hoy, en 2021, continuamos desempolvando el anotador y la birome, parándonos a côté del orador y desplegando la magia de la consecutiva. No obstante, la prevalencia de la simultánea, y el alivio que trae a los intérpretes, resulta incuestionable.
La interpretación remota tiene sus particularidades, y en el Estudio Lucille Barnes consideramos que nos incumbe formar a nuestros alumnos para sortearlas exitosamente. Por eso estamos cada vez más convencidos de que la enseñanza en línea refuerza las competencias clave que deben desarrollar los intérpretes: máxima concentración, resiliencia, trabajo en equipo, versatilidad. Si un estudiante puede interpretar desde su casa mientras el perro reclama ser alimentado, los albañiles del departamento de al lado taladran la pared en staccato, como una ráfaga de ametralladora, y —para colmo— la aplicación de correo electrónico anuncia la llegada de un nuevo mensaje con cada ping que resuena en el auricular, entonces mucho mejor será su rendimiento en una cabina insonorizada el día en que se lo contrate para trabajar en una reunión presencial. Por otra parte, consideramos fundamental que los estudiantes se familiaricen con las herramientas que deberán emplear en su labor profesional; de lo contrario, la formación carecería de un componente esencial para el desempeño laboral. Si bien ya desde hace varios años el Estudio ofrece sus cursos en línea, a partir de 2020 hemos dejado de ofrecer cursos presenciales; al menos por ahora, el foco debe estar puesto en las competencias para la interpretación a distancia, que son propias de esta modalidad de trabajo y que deben desarrollarse plenamente.
La virtualidad llegó para quedarse, pero este es solo el principio. Las asociaciones profesionales vienen trabajando arduamente para definir requisitos y normas que orienten a la profesión en los próximos años. Pocos niegan que la interpretación a distancia es más exigente que la interpretación presencial, ¿pero no es ideal “salir” de la reunión y que no sea necesario siquiera un paso para regresar al entorno familiar? ¿No es una ventaja ahorrarse horas de viaje de aquí para allá cuando uno puede conectarse a cualquier parte del mundo desde la comodidad de su casa? ¿No es excelente poder formarse como intérprete y, una vez terminada la clase, poder apagar el cerebro e ir a dormir sin caminar más que cuatro o cinco pasos? Todo desafío implica un esfuerzo, y la negación del desafío no es más que la primera etapa.
Desde el Estudio queremos acompañarlos a recorrer todas las demás etapas, y aportar nuestro granito de arena para ayudarlos a alcanzar la excelencia y respaldarlos en el camino hacia convertirse en los intérpretes del mañana, para que aprendan a adoptar y no negar los cambios que depare el futuro. Porque, en definitiva, ¿a qué otra constante podemos aferrarnos sino al cambio constante? Muchas gracias.